A finales del pasado mes de septiembre nuestra socia y amiga Adela cumplía 84 años. Su padre era farero y ella nació en el antiguo Faro de Isla Verde, una pequeña isla en la bahía de Algeciras que hace años dejó de ser isla cuando la unieron al puerto. Ha vivido en varios faros andaluces y parte de su niñez la pasó en el de Punta Carnero. días antes de su cumpleaños la Asociación se puso en contacto con el actual farero, Ángel, un encanto de persona, y entre todos le organizamos un regalo a nuestra amiga Adela: volver al faro de su niñez. Su sobrina Charo, que también forma parte de la Asociación, fue la encargada de llevarla y ahora es quien nos cuenta la experiencia.
Un te en el faro
Llegamos
un poco antes de la hora acordada. Ángel, el farero nos esperaba. Marcamos su
móvil para avisarle de que estábamos junto a la verja cerrada. Silencio, olor a mar y muchos barcos navegando
por el estrecho. Un paisaje de naturaleza viva pero silenciosa estaba a
nuestros pies. Habíamos conseguido –gracias a la Asociación de Amigos de los
Faros- poder visitar el Faro de Punta Carnero, en Algeciras. Y con nosotros, mi
tía Adela, hija, sobrina y nieta de farero (o torrero como ella dice) que
volvía al lugar 74 años después, que no son nada.
Sus
ojos se fijaron en la torre –la reja no existía en los años cuarenta-. La casa
del faro había sufrido algunas reformas. En el lado izquierdo de la fachada
había un cañaveral, pero no quedaba aquel magnífico huerto. Rodeando el
edificio, por la parte de atrás, no se observaban los restos del puesto de
artillería defensivo de la guerra de la Independencia. Y tampoco estaban ya las
dos higueras con cuyos higos negros mi abuela hacía dulces con azúcar moreno,
canela y clavo. Sí estaba el mismo cañón de niebla de entonces, aunque algo más
arreglado por fuera. Mi tía Adela también buscaba la alcantarilla en la que se refugiaba
con sus padres y hermanos -la familia del farero- de los bombardeos aéreos
alemanes.
Con
Ángel nos recibe su madre, una anciana dulce que aún conserva un encanto y belleza
natural. Ambos nos enseñan el edificio por dentro, con un patio enlosado que al
final lleva a la entrada al faro, y que a ambos lados tiene lo que fueron las
viviendas de los dos fareros. Uno de ellos fue mi abuelo,
Francisco Fedriani
Garbarino y el otro Eugenio Ruiz Mayorga. El patio ahora está cubierto, pero entonces
sin techo caían en su interior los trozos de metralla procedentes de la
contienda mundial. Entramos en lo que fue el despacho de mi abuelo. Allí
escribía los partes diarios de trabajo, tras la noche en vela atendiendo el
encendido del faro. Al amanecer podría descansar durante el día y noche
siguientes, relevándole el otro farero. Hoy la habitación es el laboratorio del
torrero, que colabora tecnológicamente en la observación de las corrientes
marinas del lugar.
Pero
cuenta mi tía que tras acabar su trabajo diario al amanecer, en lugar de
acostarse, mi abuelo salía de la vivienda para estar a eso de las 8 de la
mañana y hasta las 2 en que regresaba a comer, en una casita sobre el cerro
pintada de verde, en el lugar llamado “La Ballenera”, en la que daba clases a
los hijos de los pescadores. Mi tía cantaba canciones a los niños. El chalet
continúa en pie, aunque en un estado de abandono.
Y
mi abuela cantaba también mientras él se echaba la siesta. Han pasado solo 74
años. Aquella tarde robamos un par de horas a la soledad del farero. Nos
apropiamos de parte de su silencio, de su conciencia interior y su paraíso.
Ángel nos recibió con un muestrario de tés y unas galletas. Aquellas infusiones
nos supieron a gloria. Allí no llega ni el cartero ni la recogida de basuras.
En realidad, el tiempo no había pasado.
1 comentario:
Creo que es el mejor regalo de cumpleaños que se le podía hacer.
Ha debido ser una experiencia maravillosa. Gracias por hacernos participe de ella.
Un saludo a todos los amigos de los faros.
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